Mundo Butterfly

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martes, 29 de abril de 2014

Con un pie en el Santa Mónica: una mirada fugaz entre rejas (Parte I)

Existen dos lugares en los que mi naturaleza se vuelve una masa corpórea timorata, vulnerable y frágil como el cristal. Estos lugares son el hospital y la cárcel de mujeres "Santa Mónica". Aquella fugaz visita fue mi primera vez en un penal.

En mis días comunes y corrientes, nunca me detuve a pensar qué sería de mí si perdiera mi libertad, nunca medité sobre cómo se digieren las mañanas y las noches entre reas o cómo se pasa la vida entre rejas hasta que llegue el último día de condena o hasta cuando tal vez la muerte sorprenda como dama impredecible y caprichosa. O tal vez ponerme en la piel de presa para pensar que el día del juicio fuera un sueño o guardar la esperanza de hacerme de dinero para que lo acelere. No es extraño imaginarse que para que la dinámica de nuestra justicia sea fluida es necesario soltar unos billetes, no es extraño enterarse en los titulares que hoy, el sistema judicial sigue en huelga.

Llegué al penal de mujeres en octubre del año pasado (2013) por invitación de una buena amiga, poeta de corazón, arquitecta de profesión para participar en un taller de exploración creativa artística. No creo que exista el día perfecto para visitar el Santa Mónica pues es evidente el entusiasmo de ellas cuando reciben visita. En este caso, aquel sábado 19 de octubre fue el escogido. Mientras que hacíamos la cola para ingresar, la masculinidad en el cuerpo de una mujer se hizo notoria, era la primera. Se trataba de una chica, su contextura era ancha, de tez blanca, con la cabeza por ambos lados rapada, con tatuajes cubriendo ambas extremidades, en el brazo derecho se leía Faith y varios piercings pendían de su rostro.

Las medidas de acceso al penal de mujeres son estrictas: ingresar con falda (casi eran como cinco años que no usaba una), no portar cámaras, ni ningún aparato electrónico que registre imágenes, ni celulares, tampoco pasadores y un largo etcétera de cosas que podrían poner en peligro la seguridad del recinto. El escenario detrás del portón de ingreso, límite entre la "libertad" y la prisión, es paupérrimo. La zona de registro es estrecha, lúgubre por el abandono, gris por el polvo adherido en las paredes... Además de mi libreta de apuntes y mi lapicero, mi DNI era lo único que portaba en la mano derecha. El agente de turno me lo recibió fijándome su mirada filosa como sospechando del más mínimo de mis movimientos. Pronuncia mi nombre y apellidos como para confirmárselos. Me indica mirar a la cámara y pasar al siguiente ambiente. Hice caso a su voz de mando. Ahí donde el detector de metales hacía lo suyo con la mochila de mi amiga, la agente me inspeccionaba minuciosa e intimidante por la rudeza con que repasaba mi cadera, mis piernas y mi entrepierna. Me hizo sentir vulnerada corporalmente. Observó y preguntó al darse cuenta del logo de una televisora estampada en mi libreta, mi amiga poeta le respondió enfática: "solo vamos para un taller de poesía".

De primer momento, el mapa mental que venía construyendo camino al penal era el de pabellones amplios, con anchos pasadizos, tal vez con un fino haz de luz colándose por algún ducto o algo así; sin embargo, al pasar el último control, el de los barrotes de fierro, aquella idea se me desbarató totalmente. No había que dar muchos pasos para acercarse a las celdas, solo fue necesario virar a la izquierda para llegar al pabellón A (el de las políticas) donde las internas (a quienes llamaré) "Miri" y "Leila" nos estaban esperando. Definitivamente, mi imagen abstracta de amplitud no tenía ninguna semejanza con la realidad.

Mi amiga poeta había ido otras veces, por ello ubicó rápidamente la celda de Miri, ubicada en el tercer piso. Al instante noto que los corredores son tan estrechos como el pasadizo de una casa amplia. Una buena parte del corredor es empleado para las cocinas de dos hornillas con sus respectivas mesas donde descansan pilas de huevos, panes, galletas, leche y demás alimentos pertenecientes a quienes duerman en esa celda.

Llegamos donde Miri con media hora de retraso y como para matar el tiempo de espera, la encontramos pintándose las uñas. Nos recibió con una amplia sonrisa contagiante de libertad paradójica y desbordante de entusiasmo, con el cabello negro intenso, humedecido y alborotado. De inmediato, me invitó a sentarme en su lecho de cemento cubierto con un telar ayacuchano. Mientras que ellas conversaban con atisbos de familiaridad, yo repasaba un poco de su estrecho mundo, abstraída por la idea del encierro. En su celda no hay espacio más que para poner objetos personales colocados sobre un bloque de cemento cubierto de otro telar andino. Además de sus cosméticos, había fotos de su esposo americano, su amiga y compañera (Lori) quien posaba sonriente al lado de su bebé y esposo, también había algunas ropas colgadas entre la ducha y la repisa de cemento. Sobre estos objetos, colgaba una radio tan pequeña como un reloj despertador, de ésta sonaban las voces de Miriam Hernández, Alejandro Sanz, Luis Fonsi, voces que susurran desde la estación Romántica sintonizada. Y cuando anunciaron las once menos quarto, bajamos de prisa a la biblioteca. En el camino hacia el primer piso, se nos unió Leila de aproximadamente cuarenta años, cabello lacio cano, mejillas redondas, éstas se notaban más por la alegría de ver nuevamente a mi amiga.

Juntas las cuatro nos acomodamos en un cuarto donde solo cabíamos: una treintena de libros, unos eran escolares, preuniversitarios; otros, novelas universales y todos extremadamente apiñados, desencajados, apilados unos con otros, revolcados unos contra otros sin distinción de género, tamaño o temática. En los tres cuartos de espacio, nos acomodamos las cuatro alrededor de una mesita cubierta de un telar andino. Como para calentarnos del frío de octubre, Leila nos ofreció una tazita de café, té o manzanilla.



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