Esta cita ya pasaba los cinco minutos de duración, algo tan inusual en un hospital estatal. Al parecer y siendo un poco diferente a los tratantes anteriores, el doctor Ludovico mostraba un verdadero interés clínico.
Entre las cuatro paredes color humo, tan vacías como un abismo, en una habitación tan pequeña como una cajita de fósforos; doctor y paciente se veían abstraídos en el curso de una historia clínica, a su edad ya abultada. Mientras yo reparaba en la vida de un paciente naval. Al contar sus ochenta y tres años, miré con detenimiento los profundos surcos en su piel, en la callosidad de sus dedos por el trabajo diario de existir.
El grado en una vida militar es muy relevante, incluso aún si su condición es la del retiro. Como olvidar aquella visita al Museo Naval cuando un anciano marino increpó al Oficial de Mar: Oiga Ud. no sabe saludar. En la Marina se sabe decir Buenos días -, llevándose la mano derecha en posición marcial. Cuando hay jerarquía, las canas pesan, sin duda.
Probablemente el nombre no importe mucho, solo la memoria de haber trabajado treinta y dos años de su vida para ser TS1 (Técnicos Superior Primera) para la institución, para Dios, la Patria y su madre.
Aquella mañana en el día de su cita, el Dr. Ludovico era su superior. Éste parecía muy plácido, arrecostado en su sillón de cuero, con las manos cruzadas frente a la frontera de su poder: su escritorio.
Esta cita fue la más prolongada que yo haya presenciado. El tiempo de espera se siente más denso cuando se lleva a cuestas la vejez.
Atrás quedaron las luchas cuando trataba de imponerme a su autoritarismo. Sentí la fortaleza de sus brazos cuando pretendía no obedecer. Ambos, viviendo en campos separados, su propia frustración.
Sin embargo, hoy ya no voy más voz para seguir gritándose, siento sus jadeos y la falta de aire de tanto vivir o de tanto vivir o de tanto enfrentarse con sus demonios.
Él, ahora es un anciano retirado de sus obligaciones navales. Él, a sus ochenta y tres años y yo con mis treinta y ocho, a puertas de entrar a una vida reposada asumo que la vida es un viaje a donde el tiempo te induce a un destino cosechado.
Los años dejan un saldo para Efraín, convivir con su vejez tan solitaria como su cama.
En la vorágine del diario vivir, en su pasado y en el mío quedaron consumadas las peleas, contenciones de una paternidad compleja y una adolescencia incomprendida.
Cuando te sientes con fuerzas, sacas la frustración hacia el mundo que te rodea. Pasaba días sinitiendo que el alcohol era lo único que apagaba mis furias contenidas. No podía asimilar que viví en medio de ambos, en medio de sus demonios y batallas: Una mujer que no se siente en el lugar que le corresponde, un hombre que vive con las canas encima bajo su condición de hijo obediente. Ella partió dejándonos la vida que pudimos. Yo escapaba por las noches, me gustaban las bebidas que ardieran la boca del estomago y que el azúcar se impregne en las papilas mientras se desahogaba en los brazos de amores efímeros. Una buena de esas noches, yo preferí estar acompañaba de mi novio Ulises y beber al pie de la puerta.
Nos reímos como niños en parque de diversiones. Casi no mostrábamos afecto delante de todos. Siempre pensé que no lo quería en mi casa. Yo lo quería, pero el amor resulta ser más profundo: entenderse y ser entendido. Cuando hay amor casi desplazas tus decisiones, sobre todo cuando vives un primer tiempo de miradas y brillos. Yo accedí a sus insistencias porque era bueno con mis caprichos. Esa noche, pensé que mi padre y mi hermano estaban durmiendo, pero cuando el alcohol se diluyó en medio de nuestro diálogo tan cercano, tan íntimo; sentí su voz resonante, portentosa amenazándome por detrás.
Te he dicho que pases carajo. Me levanté y respondí. No quiero. No hubo más palabras, toda su fuerza recayó de un tirón hacia adentro. Mis reacciones solo sirvieron para tener un poco de más trabajo. Mi hermano fue a darle una mano hacia mi brazo izquierdo. Recordé que podía recurrir a mis piernas, pero el exceso de aquel ron cubano fue motivo para mis vahídos y después de un buen lapso de lágrimas, me dormí. Al poco tiempo, Ulises y yo tomamos rumbos distintos. No podía dejar que siga con una jovencita que solo lo quería para ocultar sus vacíos.
¿Dónde estuviste Efraín, cuando quise un abrazo que apagara mis pesadillas? ¿Dónde encontrarte cuando a mis siete años solo quería un beso en la frente para así conciliar el sueño azul en el abismo de la noche?
Aunque no existen respuestas, el silencio es una señal de que las tormentas son parte del pasado cuando se trata de sentir los vacíos y luego de treinta años siento que su vejez es la etapa perfecta para las conversaciones sin final, el momento exacto para compartir puntos de vista sin conclusiones para recordarme la aventura de un viaje sin conclusiones, para recordarme la aventura de un viaje de más de mil veces y escuchar su relato mil y uno en un año.
La vejez es la etapa para perderse y volverse a encontrar.