Mundo Butterfly

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lunes, 2 de enero de 2017

Tortugas (2017)

La idea de perdernos, mudar nuestras ropas de niños como para escaparnos de los parámetros, que intentaban los grandes imponernos; era divertida. Jugar a ser adultos conjugando el ritmo de nuestros torsos sobre las piedras alborotadas de arena, en aquella playa "Las Tortugas" del Norte.

Partiendo de Lima, las dos horas de camino en El Huachano no nos fueron suficiente para besarnos. Íbamos mimetizándonos en el brillo de nuestras miradas de dieciocho. Al Huachano, lo cogimos en plena carretera, a la mitad del precio de lo que cuesta un pasaje en la estación y con solo levantar el pulgar derecho pudimos seguir el rumbo sin tener que mostrar tarjeta de indentificación.

Cuando llegamos al kilómetro trescientos noventa y ocho de la Panamericana Norte, había caído ya la noche.

Cruzamos la carretera tomados de la mano, Octavio llevaba la linterna en la otra, mas en pleno camino las baterías se agotaron; (andando casi a ciegas), de pronto él cayó en un hoyo. Solos en la penumbra nos tomamos tiempo para reírnos más que preocuparnos. Sellamos el comienzo de la aventura con la cinética de un tímido beso, luego caminos acompañados: gaviotas insomnes aleteando en la bahía.

No nos tomó mucho tiempo encontrar la casa de playa de sus padres. Lo primero que hicimos dentro fue marcar nuestro territorio con velas aroma de vainilla y poco a poco se fueron sintiendo sus efectos; es decir: la balada de dos almas dejándose llevar al compás de sus fricciones, la danza piel contra piel de labios fluyó, confundiéndonos en el ritmo de dos cuerpos locos por estallar.

Esa noche nuestras hormonas solo reposaron cuatro horas y por cada vez que lo hacíamos, le juraba ser: "la madre de sus hijos".

A la mañana siguiente, mis sentidos despertaron por la humedad marina provocándome lascivia, mis dedos jugaban sobre su espalda, pero él seguía profundamente dormido.

Pasada las once el hambre nos sobrecogió. Fuimos a caminar por el malecón en busca de alimento, pero en octubre es difícil encontrarlo en cualquier balneario; por lo que decidimos caminar por los peñascos.

De pronto, empezamos a jugar como niños, chapoteamos como si por primera vez sintiéramos el mar; pero, los movimientos me nublaron, mi mente dio varias vueltas de campana. Cuando intenté ponerme de pie, me sentí desvanecer. Entonces Octavio me tomó en sus brazos y me acostó. Me dio de comer unas galletas que compró de inmediato. Cuando las fuerzas volvieron en mí nos fuimos a cocinar. En realidad, él solo observaba y me besaba por detrás, era hijo de padres machistas y yo, una hija de padres divorciados de abrazos.

A las horas siguientes cayó la noche, las revoluciones disminuyeron, el dinero se hizo poco, los preservativos también. A la mañana siguiente: era momento de partir y poner fin a nuestra luna de miel ausente de matrimonio. Volver a la impronta marcada por nuestros patrones de vida.

Él, a sus clases de ingeniería metalúrgica, a su tabla los domingos por la mañana (recuerdo que intentó enseñarme a correr olas, una mañana que con engaños aseguré que iba a una clase de matemáticas vacacional). Él volvió a la rutina de lunes a viernes, trabajar como la mano derecha en el negocio de su padre.

Yo en tanto, estudié turismo aunque anhelaba ser periodista o ganarme la vida gastando vanas palabras, pero los míos no lo veían productivo ni propio por mi mediocre récord de notas escolares.

Luego de meses y un poco antes de que se nos acabaran los dieciocho le dije: adiós.

Octavio y su familia querían una mujer que atendiera a sus hijos y yo solo quería divertirme de bruces, trepada de él en su moto arenera para después algún día sentarme como ahora, contarlo a medianoche bajo el trance que provoca el aroma de un café adulto.

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