Mundo Butterfly

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martes, 8 de abril de 2014

Con un pie en el Santa Mónica: una mirada fugaz a través de las rejas (Parte II)


Arrancamos las dos horas del taller de exploración creativa entre risas, dinámicas que robaron
algunas lágrimas cortas impregnadas en el papel. Los recuerdos con la familia cobraron vida con el lápiz en mano.

Fueron dos horas para dejarse fluir en retrospectiva hacia la niñez en el campo, imaginar como si fuera ayer los besos de mamá o la euforia de Miri por ganar a sus hermanos en los jaloneos del San Miguel, eran evocaciones intensas para dejarse explorar, escarbar en el túnel de la memoria para encontrarse con el yo dios.

En esas dos horas ninguna se preocupó por hablar de política, ni de los apagones, ni de los coche-bombas. Solo fluyeron recuerdos. Miri contó que en su encierro durante el gobierno de Fujimori tuvo que acostumbrarse a las inspecciones impredecibles, los frecuentes decomisos de libros, cuadernos o apuntes marxistas. El papel estaba prohibido, -entre risas- confiesa  que tuvo que comérselos, algunas veces, para que no descubrieran sus poemas y evitar el castigo. Del otro lado, Leila se pone cabizbaja al pensar en su madre, los momentos que compartió con ella en el campo y la nostalgia de no poder ver a su hija de dieciocho años...El temor de no volver a verla en libertad le invade porque sabe que le han dado cadena perpetua. Mientras que yo, era consciente de que tenía a mi lado dos mujeres condenadas como presas políticas; humanizándose, desnudando su mundo más personal con el poder que ejerce el papel y un lápiz. Entre risas y lágrimas aisladas por la sesión catártica, las dos horas en el Santa Mónica se evaporaron fugazmente en mi reloj mental.
Tenía un poco de prisa por salir. Era un sábado de planes por la noche. Me despedí de ellas raudamente, pero al llegar a la puerta de los barrotes me di cuenta que el intento fue en vano, tres mujeres y yo no pudimos salir hasta esperar una hora más para que dieran las dos de la tarde, hora exacta para la salida. Mientras hacía la cola apoyada sobre la pared, vi pasar mujeres con cortes varoniles, de mirada fija y penetrante, de tatuajes en tinta azul sobre sus pieles cobrizas, de piercings prendidos en sus rostros y brazos, con buzos y poleras deportivas anchas ocultando cualquier curva femenina. Vi a "la cubana" rogando por una ambulancia que la ayude a contrarrestar sus malestares: una hinchazón en el pie, dolor en la cadera y la fiebre que decía tener. Durante la hora en cola, vi mujeres desfilar con platos y postres para los agentes, el trato entre ellos era muy amical.
Confieso que en ninguna parte de la ciudad he sentido tanto temor como al estar ahí, porque algunas me proyectaban peligro en sus miradas. Obligada a esperar un poco más de una hora en la cola, vi entrar y salir a la ex congresista "cocalera" como "Pedro en su casa", escoltada por un grupo de ahombradas con apariencia de "chalecos". Hubo tiempo suficiente también para notar aquel perímetro baldío, un pedazo de tierra triste alrededor del patio, tan yerta como el gris de las paredes. Tierra donde solo dominan los perros que persiguen los pasos del agente, por si algo extraño sucede. De pronto, dieron las dos y un poco más. Tiempo para volver a la ciudad, tiempo para asimilar el encierro de la mañana y sentir que mis problemas, mis frustraciones, mis pasiones desatendidas, mi estrecha condición económica, mis líos familiares y amicales no son nada como perder la libertad.


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